Soy italiana: Cuarentena lejos de mi país.

Por: Elisabetta Pezzuolo Coordinadora de Espiritualidad y Servicios Religiosos

Soy italiana y llevo diez años afuera de mi País. Creo que el vivir en otra cultura y continente me ha permitido ensanchar mente y corazón; es sin dudas una experiencia muy enriquecedora. 

Sin embargo, les confieso que estas últimas dos semanas no han sido fáciles. La seriedad y gravedad de la situación de Italia me hizo reaccionar de una manera que todavía no había experimentado. Les voy a compartir algunos sentimientos que pude identificar. 

Sé que mi querido País sufre porque al inicio muchas personas no tomaron en consideración la seriedad de la enfermedad e hicieron caso omiso a las primeras medidas de precaución anunciadas por el gobierno, volviéndose difusores del virus sin síntomas o con síntomas muy leves. Se detuvieron solamente cuando el personal sanitario los llamó, porque llegaron a ellos reconstruyendo la cadena de contactos de un enfermo grave. ¡Sentí mucha rabia frente a tanta irresponsabilidad y soberbia! A la vez pensé en “el poder” de las consecuencias de un acto de irresponsabilidad. Creo que no hay demostración más clara de lo que teológicamente se define como “la dimensión social del pecado” y sin duda me ayuda a tomar conciencia de las consecuencias de mis acciones. 

Acostumbro a comunicarme con mi familia por lo menos una vez la semana. Recuerdo que me estremecí cuando me di cuenta de que realmente mis padres estaban asustados, porque con una pregunta indirecta pusieron en duda la posibilidad de que volviéramos a abrazarnos. ¡Hasta aquel momento no había sido capaz de entender su miedo y lo vulnerables que se sentían! De la misma manera no supe entender bien la ansiedad de mi hermana cuando, ya finalizando febrero, me contaba que empezaba a trabajar desde la casa y que no sabía hasta cuando hubiese podido volver a visitar a nuestros padres. Y me dio ganas de llorar, porque me sentí impotente; sentí la inseguridad de no poder volver a compartir físicamente con ellos y todo el peso de la lejanía, de llevar esto en el corazón y vivir en un contexto donde todavía las cosas continuaban “normalmente”. 

Empecé a seguir con regularidad las noticias en las redes; no podía evitar la conmoción viendo los videos de los enfermeros, de los médicos y luego frente a la fantasía de la gente que de norte a sur empezó a cantar desde su balcón o a rezar, haciendo manifiesto un sentido de unidad nacional que va más allá de las diferencias. Y dentro del dolor sentí aflorar una pequeña llama de esperanza y me alcanzó un recuerdo de niña; los campos cubiertos de nieve y hielo que parecen estériles en realidad están gestando la vida, porque al primer rayo de sol ya aparecen los retoños. 

Dentro este sufrimiento en toda parte del mundo hay miles de gestos de solidaridad, muchos patentes, la gran mayoría escondidos, que son signos de vida, de la vida más fuerte que la muerte. Pero hay que aceptar y dejar pasar el tiempo del frio del invierno; 

no podemos obviar el sufrimiento y el sacrificio de modificar nuestras costumbres, de obedecer a las indicaciones que se nos dan y lo tenemos que hacer todos juntos. 

Parece que esta enfermedad llega a sacudirnos en las profundidades de cada uno cuestionando nuestros valores y nuestro estilo de vida, obligándonos a repensar en nuestras maneras de relacionarnos. Y llega a cuestionar también nuestra capacidad de administrar nuestra “casa común”. 

En fin, me encuentro con miedo, incertidumbre y a la vez con el deseo de aportar actuando con responsabilidad (#mequedoencasa) y solidaridad (abriendo nuevos espacios de relación y comunión) aceptando este tiempo con fe y tratando de vislumbrar las nuevas oportunidades de vida que me entrega/nos entrega en forma de semilla para que el futuro sea mejor para todos.Tierra.