Acompañar y Acompañarme
Jesús en la Cruz
Esta reflexión sobre las Siete Palabras ha sido pensada desde la perspectiva del acompañamiento espiritual —ya sea en contextos formales o informales— con el deseo de acompañar a las personas en medio del dolor y sembrar esperanza en este tiempo que nos ha tocado vivir.
En la cruz, Jesús no solo entrega su vida: también se revela como el gran acompañante del sufrimiento humano. En sus últimas palabras, no habla desde un trono, sino desde la vulnerabilidad, desde lo más hondo del dolor humano. Y es precisamente ahí, en ese abismo, donde el Dios-con-nosotros se hace más cercano. Hoy, contemplamos sus Siete Palabras no solo como frases memorables, sino como puentes para acompañar a quienes también cargan sus propias cruces.
Cada palabra es una puerta al misterio del acompañamiento: al escuchar, al sostener, al estar presentes aun cuando no hay soluciones. Hoy, Jesús nos enseña cómo acompañar y ser acompañados. Dispongamos nuestra mente, cuerpo y corazón para escuchar y reflexionar sobre las Siete Palabras desde el corazón herido de Jesús.
Autor de esta reflexión:
José Rafael De la Torre Nieves, MSW, CFP
Gerente de Proyecto Pastoral / Centro Sofía
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lc 23,34)
Jesús ha sido traicionado, abandonado, azotado, humillado públicamente y crucificado. Y en lugar de clamar por justicia, lanza una súplica… por perdón. No lo hace desde una distancia ajena, sino desde la más cruda humanidad. Desde la cruz, Jesús ve a quienes lo crucifican… y en lugar de condenarlos, los excusa: “No saben lo que hacen.” Ese es el corazón del acompañamiento espiritual: aprender a mirar al otro, incluso al que ha causado dolor, con ojos de compasión.
Acompañar espiritualmente a alguien herido es entrar en su experiencia de dolor sin avivar el resentimiento. Es muy fácil, incluso tentador, ponerse del lado de la víctima y alimentar una falsa empatía: “No se lo merecías”, “te hicieron daño”, “tienes razón en no perdonarlos.” Pero Jesús, desde la cruz, nos enseña otro camino: el de liberar el corazón a través del perdón, no por debilidad, sino por amor.
Hoy, muchas personas cargan con heridas provocadas por otros: infidelidades, abandonos, traiciones familiares, exclusión social o eclesial, experiencias de abuso o maltrato. Y muchas veces, no saben cómo sanar porque han sido enseñadas a guardar silencio, a endurecer el corazón, o simplemente a fingir que ya han superado todo.
El acompañamiento espiritual no fuerza el perdón, pero sí lo presenta como un horizonte posible. No exige que se olvide lo vivido, sino que se mire desde una perspectiva que no deje al corazón atrapado en la cárcel del odio. A veces, la persona acompañada necesita escuchar que no está mal sentir lo que siente, pero que también puede empezar a caminar hacia la libertad interior. El perdón, al final, es un acto de libertad… no de sumisión.
Y es que al perdonar no siempre es posible reconciliarse con el otro, pero sí con uno mismo. A veces no se puede. A veces no se debe. Pero sí se puede dejar de cargar con el peso de ese odio. En esta palabra, Jesús nos acompaña en ese proceso. Nos enseña que incluso el perdón más difícil puede comenzar por un acto de entrega: “Padre, perdónalos…” No porque ellos se lo merezcan, sino porque yo necesito sanar.
Acompañar espiritualmente es, muchas veces, ser testigos del momento en que una persona se atreve a decir: “Ya no quiero seguir cargando esto. Quiero vivir en paz.” Y ahí, en ese instante, se hace presente el Jesús de la cruz: el que perdona, el que libera, el que ama incluso a quienes no saben lo que hacen.
Oración:
Señor Jesús, enséñame a perdonar desde el corazón. Que no me envenene el rencor, ni me encierre en el juicio. Ayúdame a mirar como Tú, con compasión, y a confiar en que el amor siempre es más fuerte que el daño. Amén.
“Hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lc 23,43)
Un hombre condenado a muerte, colgado al lado de Jesús, se atreve a hacer una súplica: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.” No pide un milagro, no exige que lo bajen de la cruz. Solo quiere no ser olvidado. Y Jesús, aun en medio de su propio dolor, le responde con ternura: “Hoy estarás conmigo en el paraíso.”
Aquí vemos un Jesús que no solo acompaña el sufrimiento, sino que ofrece esperanza en medio del dolor. Esta palabra es una lección para todos los que acompañamos a otros espiritualmente: nunca debemos subestimar el poder de una palabra de consuelo, de una presencia que no juzga, de una mirada que dignifica.
El buen ladrón representa a muchas personas que, por decisiones equivocadas o circunstancias difíciles, han terminado marginadas, estigmatizadas, olvidadas. Hay quienes han caído en adicciones, en malas decisiones afectivas, en caminos que los alejaron de la comunidad o incluso de la Iglesia. Y muchos se acercan tímidamente, con vergüenza, sin saber si todavía hay lugar para ellos en el corazón de Dios.
El acompañamiento espiritual no es solo para los “sanos” o practicantes de la fe. Acompañar es también estar al lado de quienes, como el buen ladrón, creen que ya es tarde para cambiar. Es escuchar sus historias sin prejuicios, sin prisa, y sin intentar “arreglarlos.” Es ofrecer un espacio donde puedan saberse aún amados por Dios. Porque esa es la clave: Jesús no le pide cuentas al ladrón, no le exige pruebas de conversión. Le basta su deseo.
Como acompañantes, necesitamos esa misma sensibilidad: ver el deseo, no solo el pasado. Abrir puertas, no cerrarlas. A veces la persona acompañada solo necesita que alguien le diga: “Todavía hay esperanza. No estás descartado. Hoy, aquí mismo, Dios quiere encontrarse contigo.”
La palabra “paraíso” en labios de Jesús no es solo un lugar después de la muerte. Es comunión, es consuelo, es restauración. Y esa promesa empieza ya, en el mismo momento en que alguien se siente nuevamente visto, amado, acompañado.
Jesús, en esta palabra, no solo consuela al buen ladrón… también nos enseña a nosotros a ser portadores de esperanza. Y eso es quizás el mayor regalo del acompañamiento espiritual, ayudar a otros a creer que aún hay un “hoy” para ellos. Que nunca es tarde para la misericordia.
Oración:
Jesús, hazme portador de esperanza. Que pueda anunciar, con gestos y palabras, que nunca es tarde para volver a Ti. Enséñame a ver el anhelo profundo en cada persona, y a recordarle que su historia todavía puede florecer. Amén.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre.” (Jn 19,26-27)
En medio del sufrimiento extremo, cuando la mayoría había huido, Jesús ve a su madre y a su discípulo amado junto a la cruz. Y no se enfoca en su propio dolor, sino en el de ellos. Jesús no quiere que María quede sola ni que Juan siga su camino sin consuelo. Por eso los regala el uno al otro. Esta palabra es un acto de amor, pero también un gesto profundamente humano: en el dolor, necesitamos comunidad.
El acompañamiento espiritual no es solo una relación entre dos personas. Muchas veces, es una oportunidad para ayudar a tejer nuevas relaciones, para que el dolor no nos aísle, sino que nos una. Cuántas veces en medio del duelo, del fracaso, de una crisis emocional o espiritual, una persona siente que ya no tiene a nadie, que se ha quedado sola como María al pie de la cruz.
Jesús, en su sabiduría amorosa, no deja que eso pase. Les da una nueva familia. Y eso mismo estamos llamados a hacer cuando acompañamos a alguien: ayudarle a descubrir
que no está sola, que hay quienes pueden caminar a su lado, incluso si no son los de siempre.
Esta palabra también nos recuerda que acompañar es estar. No con muchas palabras, no con soluciones, sino con presencia. María no podía aliviar el dolor de su hijo, pero estaba allí. Y Juan, aunque no entendiera todo lo que pasaba, también se quedó. A veces, la presencia silenciosa es la forma más poderosa de acompañar.
En un mundo donde la gente sufre en soledad, esta palabra nos invita a crear vínculos nuevos, a cuidar los unos de los otros. Porque cuando el dolor llega, y llega, es la comunidad la que sostiene, la que levanta, la que acompaña.
Oración:
Señor, ayúdame a crear vínculos donde otros solo ven heridas. Que pueda acompañar con ternura y sin prisa, ayudando a tejer comunidad incluso en medio del dolor. Hazme instrumento de tu consuelo y tu paz. Amén.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46)
Esta es, sin duda, la palabra más desgarradora. Jesús clama desde lo profundo de su humanidad. Experimenta el silencio de Dios. Y se atreve a decirlo en voz alta. No lo disimula. No lo reprime. Lo grita.
El acompañamiento espiritual también nos lleva a estos lugares oscuros, donde la persona se siente abandonada por Dios. Y a veces lo único que podemos hacer es sostener ese grito sin apagarlo, sin corregirlo, sin suavizarlo. Acompañar es permitirle al otro decir lo que muchas veces no se atreve a decir en voz alta: que tiene miedo, que duda, que siente que Dios está lejos.
Hay momentos en la vida donde todo se tambalea: una pérdida repentina, una enfermedad grave, una traición profunda, una depresión que no cede. Y en esos momentos, no es suficiente el consuelo de la fe. A veces parece ausente. Lo importante es saber que ese sentimiento no es pecado ni debilidad… es parte del camino espiritual. Jesús lo vivió. Y al vivirlo, nos muestra que también esos momentos tienen un lugar dentro de la relación con Dios.
Como acompañantes, debemos ser humildes. No tratar de explicar el silencio de Dios. No ofrecer respuestas prefabricadas. Sino estar ahí, con respeto y ternura, como quien sostiene una vela encendida mientras el otro grita en la oscuridad.
Esta palabra es, en sí misma, una oración. Porque incluso en el abandono, Jesús sigue hablando con el Padre. Y eso nos recuerda que, aun cuando no sentimos a Dios, Él sigue
presente. Acompañar es ser signo de esa presencia que no se ve, pero se siente en la compañía.
Oración:
Jesús, cuando llegue el silencio, cuando no sienta tu voz ni tu presencia, quédate a mi lado. Y enséñame a quedarme también junto a quienes atraviesan la noche oscura. Que nunca se apaguen las palabras que confían aun en medio de la ausencia. Amén.
“Tengo sed.” (Jn 19,28)
Jesús, el que multiplicó el vino, el que ofreció agua viva a la samaritana, ahora declara su propia sed. No solo la física —aunque esa también está presente—, sino la sed de justicia, de amor, de consuelo. Es una palabra breve, pero llena de humanidad.
Todos tenemos sed. La persona que acompañamos tiene sed: de sentido, de reconocimiento, de ternura, de justicia, de pertenencia. Y muchas veces esa sed se expresa en formas que no comprendemos: en rabia, en ansiedad, en aislamiento, en excesos.
El acompañamiento espiritual consiste en escuchar esa sed oculta. Leer entre líneas. No quedarse en lo superficial. Preguntarnos: ¿qué está buscando realmente esta persona? ¿Qué anhelo profundo hay detrás de sus palabras? ¿Qué sed está gritando su corazón?
Jesús nos enseña que expresar la necesidad no es debilidad. Es humildad. Y eso nos invita a ayudar a otros a ponerle nombre a lo que llevan dentro. A veces la persona acompañada necesita escuchar que su sed es válida, que está bien anhelar más, que no es egoísmo desear plenitud.
Y también, esta palabra nos confronta a nosotros, los que acompañamos. Porque muchas veces también nosotros tenemos sed. Sed de resultados, de sentido, de reconocimiento… y nos olvidamos de beber del pozo del amor de Dios. Esta palabra nos invita a reconocer que también nosotros necesitamos ser acompañados.
Jesús, al decir “tengo sed”, se hace uno con los sedientos del mundo: los pobres, los que no tienen agua, ni techo, los migrantes, los enfermos. Y desde ahí, nos pide que acompañemos con sensibilidad, con compasión, sabiendo que muchas veces basta un pequeño gesto —como aquel vinagre que le ofrecieron— para aliviar un poco la sed de otro ser humano.
Oración:
Señor, dame ojos para ver la sed de mis hermanos y hermanas. Que no pase de largo ante el sufrimiento ni me distraiga de las necesidades del corazón. Y cuando sea yo quien tenga sed, recuérdame que Tú estás cerca, para darme el agua que sacia. Amén.
“Todo está cumplido.” (Jn 19,30)
No es un grito de derrota, es una proclamación de victoria. Jesús ha amado hasta el final. Ha cumplido su misión. Ha vivido fiel a su identidad, incluso en el dolor. “Todo está cumplido” no significa que todo salió bien… sino que todo fue entregado con amor.
Esta palabra es muy poderosa en el contexto del acompañamiento. Porque nos enseña que la vida no se mide por el éxito, sino por la fidelidad. No siempre podremos ver los frutos de nuestro trabajo, ni el impacto de nuestra entrega. Pero acompañar espiritualmente es ayudar a otros a descubrir el sentido de su historia, incluso cuando no es perfecta.
Cuántas personas llegan al final de un camino —una relación, una vocación, una vida— sintiendo que fracasaron. Que no fueron suficientes. Y nosotros estamos llamados a decirles: “Lo que tú diste, lo que sembraste, no fue en vano. Todo lo que se entregó con amor… cuenta.”
Esta palabra también nos recuerda que todo tiene un tiempo. Y que parte del acompañamiento es ayudar a discernir cuándo es momento de soltar, de cerrar, de descansar. A veces la persona que acompañamos necesita permiso para dejar de luchar, para aceptar que hizo lo que pudo, para reconocer que su misión está cumplida.
Jesús, al decir “todo está cumplido”, nos enseña que hasta la cruz tiene sentido cuando se vive desde el amor. Y que nuestro papel como acompañantes es ayudar a otros a narrar su vida con dignidad, con gratitud, con confianza.
Oración:
Jesús, ayúdame a vivir con fidelidad, no con perfección. Que pueda entregarme con amor a cada misión que me das, y reconocer con humildad el momento de soltar. Que todo lo que haga, lo haga contigo y para Ti. Amén.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” (Lc 23,46)
Jesús entrega su vida. No se la arrebatan. La ofrece. Y lo hace en un acto de confianza total: se pone en manos del Padre. Después de la oscuridad, del abandono, del dolor… lo último que dice es una declaración de fe: “En tus manos.”
En el acompañamiento espiritual, muchas veces llegamos al momento del abandono. No como resignación, sino como entrega. Personas que se enfrentan a la muerte, al cierre de una etapa, a una pérdida irreversible. Y lo que necesitan no es una solución, sino la fuerza para confiar.
Acompañar en ese momento es ser testigo de algo sagrado. Es acompañar como María y Juan: en silencio, con el corazón abierto, sabiendo que la vida de esa persona no está en nuestras manos… sino en las de Dios.
También nosotros, como acompañantes, necesitamos aprender a soltar. A veces nos identificamos en exceso, nos preocupamos, queremos cargar con todo. Pero llega un momento en que solo podemos decir: “Señor, te lo entrego. Está en tus manos.”
Jesús nos enseña que hasta el final, se puede confiar. Que hay un lugar seguro donde dejar el alma. Que el amor del Padre es más fuerte que la muerte. Y eso es lo que anunciamos cada vez que acompañamos: que Dios no abandona, que acoge, que recibe, que sostiene.
Oración:
Señor, enséñame a confiar como Tú. A entregarte lo que soy, con mis luces y mis sombras. Que también pueda acompañar a otros en sus entregas, recordándoles que en tus manos… todo queda a salvo. Amén.
Conclusión:
Hoy, al contemplar las Siete Palabras de Jesús en la cruz, hemos escuchado frases pronunciadas hace más de dos mil años, que también son ecos vivos para nuestra realidad. Jesús no solo nos redime desde el madero… también nos acompaña. Nos
muestra que incluso en el límite del dolor, se puede seguir amando, perdonando, confiando y dando esperanza.
Cada palabra que brota de su boca es un acto de acompañamiento: al ladrón arrepentido, a su madre herida, a quienes lo crucifican, a quienes sienten el abandono, a quienes tienen sed, a quienes necesitan saber que su vida tuvo sentido, y a quienes, como Él, deben entregarse.
Y así como Él acompañó desde la cruz, nosotros también somos llamados a acompañar a otros en sus propios calvarios, no con respuestas fáciles, sino con presencia fiel. No con juicios, sino con compasión. No con certezas, sino con confianza compartida.
Porque acompañar espiritualmente es, al final, estar junto a otro ser humano en su cruz, ayudándole a descubrir que, incluso allí, Dios está. Que no hay noche tan oscura donde no brille la luz de una palabra, un gesto, una mirada que comunique: “No estás solo. Dios sigue aquí.”
Que esta contemplación nos renueve en nuestra vocación de ser presencia amorosa en medio del sufrimiento del mundo. Que sepamos ver, escuchar, y sostener como Jesús… hasta el final.
Oremos:
Señor Jesús,
desde tu cruz nos has hablado al corazón.
Tus palabras, tan llenas de dolor como de amor,
nos revelan la profundidad de tu entrega
y la ternura de tu mirada humana y divina.
Enséñanos a acompañar como Tú,
a ver el sufrimiento sin huir,
a perdonar sin medida,
a ofrecer esperanza aún en la oscuridad.
Danos un corazón que sepa sentir y escuchar
el clamor de quienes caminan con nosotros.
Haznos humildes para no querer salvar, sino sostener.
Haznos valientes para entrar en el misterio del dolor sin respuestas fáciles, pero con fe.
Que nuestras manos sirvan para levantar, que nuestras palabras alivien,
y que nuestra presencia sea signo de tu amor fiel que no abandona, que no juzga, que no se cansa.
Hoy, ante tu cruz,
nos entregamos contigo al Padre.
Y te pedimos:
haznos instrumentos de tu paz y consuelo
en un mundo que sigue clamando desde la cruz.
Te lo pedimos por Jesús, tu hijo, nuestro Señor.
Amén.